De sobte, una altre vegada els records
Si hay una película que he visto infinidad de veces y nunca me ha cansado, es Cinema Paradiso. Me siento muy identificado con el niño protagonista. Hay unos fotogramas en los que se ve al niño mirando la proyección por el ojo de buey de la cabina. Todo me viene a la cabeza otra vez. ¡Siento que soy yo ese niño! Lo explico:
Para acceder a la sala de proyección del cine Edison de Manlleu, había que pasar por el interior del casino que estaba al lado del cine, en el mismo edificio. Mis padres se encargaban del servicio de bar del casino. Yo me ocupaba, sobre todo en vacaciones, de abrir a todos los proveedores… Cocacolas, Pepsis, cervezas, etc. ¡Qué pesados! A veces me dejaban subir a los camiones de reparto, y también me tocaba abrir al operario encargado del mantenimiento de las “máquinas del cine” y responsable de las proyecciones.
A mí se me permitía asistir a la preparación de las cámaras de proyección —había dos— y también mirar las películas por el ojo de buey. El único compromiso con el responsable era no tocar nada. Allí aprendí que, sorprendentemente, el sonido estaba grabado en la misma cinta de la película. Yo pensaba que iba en un disco aparte. Las películas venían en unas latas que se mantenían refrigeradas. La luz que se usaba para proyectarlas en la pantalla no provenía de bombillas como las de la “máquina de cine” que nos había regalado el tío Joan, sino de la aproximación de dos carbones que se consumían y debían revisarse y cambiarse a menudo. La luz era tan intensa que no se podía mirar ni un instante. Era tan deslumbrante que podía dejarte ciego. Pienso que debía de ser una luz como esa la que hizo caer a San Pablo del caballo.
Yo podía decidir si ver o no películas “no aptas para menores”. Cuando el portero no me dejaba entrar al cine, yo podía ver la película mirándola por el ojo de buey de la sala de proyección. Por cierto, la gente elegía la película del domingo por la tarde según la clasificación moral que aparecía en la hoja dominical de la misa de la mañana. La asistencia más exitosa era la de la clasificación “4 peligrosa”. La 3R, “para mayores con reparos”, también tenía mucho éxito.
Otra ventaja era poder leer la hoja de censura que venía en cada lata. Se describía con todo lujo de detalles la escena censurada. “Se suprimirá desde donde dice… hasta…” o “Se suprimirá la escena donde la protagonista… hasta…”. Eso me daba cierta aureola entre los compañeros.
Nunca había contado esto. Si lo hubieran sabido las madres de las niñas del grupo, perdón, no las habrían dejado ir con nosotros a sitios tan comprometidos como las acampadas del Aplec de Matagalls, en el Montseny. Si iba Amadeu, sí las dejaban ir; si no, no. Se ve que las buenas madres de “nuestras niñas”, perdón, confiaban en que yo tenía mucho juicio. Eso siempre me había producido cierto complejo de… ¿Tontito? Pero, vista la evolución y cómo han ido las cosas, lo que antes parecía tan censurable y peligroso ahora se proyecta en horario infantil.
¡Ah! Una vez también tuvimos un pequeño incendio. Yo estaba en la platea. Se prendió fuego la película. La gente interpretó que había fuego en la sala de proyección y se produjo una “estampida”. Todo el mundo gritando. Quizás por eso siempre me han dado mucho respeto los locales cerrados con mucha gente.
Dejando esta etapa “cine”, las calles todavía eran nuestras y los partidos de fútbol en la calle de la Font solo se detenían cuando el “vigía” avisaba de que se acercaba un coche. Pero el tiempo pasaba, y nosotros nos hacíamos poco a poco mayores. Tengo la tentación de recordar en pocas líneas a toda aquella tribu de niños (las niñas aún no existían) con la que crecimos juntos alrededor de las películas, la calle, el río, encriptados y rebozados por las montañas de tierra de las obras, y con quienes compartí tantas pequeñas historias.
Había un personaje que también nos atraía y al que seguíamos un par de estaciones. Más no, porque también cansaba. Era el alguacil del Ayuntamiento. El hombre, a quien estéticamente la naturaleza no le fue favorable, tocaba la trompeta para avisar de que leería un bando. Tuviera público o no, él hacía su trabajo. Era muy triste ver que nadie lo escuchaba. A veces, solo nosotros. Creo que escogía los puntos de difusión de los mensajes municipales donde hubiera un bar cerca. Tal vez era su solución para paliar la depresión de leer bandos y bandos sin que nadie los escuchara. Todo siempre empezaba así: “Don Pedro Corrius… (era mi tío) Alcalde de la presente Villa, hago saber…”. Al final, a veces aprovechaba para hacer un poco de propaganda: “También se comunica que hoy hay merluza, o sea, lluç en Cala Núria”, que era la pescadería de Dalt Vila.
Tribu de Dalt Vila y de izquierda a derecha de la plaza
Jordi. Siempre en el banco. Un manitas total. Sabe hacer de todo. El vecino perfecto. Nos cuidaba la casa cuando no vivíamos en ella. Nos avisaba si pasaba algo. Siempre dispuesto a ayudar. Su esposa, Montse, también.
Antoni. Veterinario. Nos hacía reír muchísimo cuando nos contaba las prácticas en la Facultad de Zaragoza. Una de ellas consistía en hacer eyacular a un burro. Parece que se lograba con un circuito de agua caliente alrededor del pene del animal. Nos hacía notar la atención que se requería y cómo debía hacerse para no acabar con el burro encima, rebuznando y con la bata empapada.
Intercambiaba animales exóticos que tenía en el huerto de sus padres en la calle de arriba. No era el único del barrio que coleccionaba animales exóticos. La señora Mercader, de la farmacia Mercader, también. Ella, entre otros, tenía un tejón que, como tiene la cabeza con forma de supositorio, se le escapaba del collar. Un día, por poco muerde al señor Mercader, su marido y farmacéutico. Hablaremos de eso después.
Ramón. Hermano mayor de Toni. Químico. De mayores, me invitaba a volver a Barcelona con su coche los domingos por la tarde. Mejor que el tren, que pasaba casi cuando quería y venía cargado de esquiadores dormidos. No había problema mecánico que se le resistiera. Cualquier avería la resolvía inmediatamente en el acto. Ahora tiene una colección increíble y envidiable de coches clásicos.
Martí. Lo perdimos hace dos meses. Tenía la asesoría. Conocía la vida de todos. Conversador incansable, divertido y siempre con la cara muy seria. A veces te contaba anécdotas increíbles, como la de aquel inspector de Hacienda que perseguía a un contribuyente, cliente de la asesoría, porque este, localizado por la matrícula de su coche, lo había adelantado con prepotencia en la autopista y el funcionario se picó (¿cosas de pueblo?). Yo le decía: Martí, tienes que escribir un libro. Si quieres, te ayudo. Lo titularíamos “Historia de las Voluntades (últimas)”. No fue posible.
Salvi. Hermano mayor de Martí. Veterinario. Sobrevivió a su hermano solo una semana. Experto consultor en sanidad animal. Asesor de la Administración. Tenía una voz grave, impactante, segura, convincente. Hay una anécdota sobre su examen de grado, que era la prueba que se hacía antes de terminar el bachillerato. Le preguntaron en el examen oral sobre “los rayos catódicos”. Tal vez no lo dominaba lo suficiente y respondió con total seguridad sobre los Reyes Católicos. Los examinadores sorprendentemente no lo contradecían. No hace falta decir que lo aprobaron. La historia se contaba en el colegio de Vic como un ejemplo de la importancia de ir convencido por la vida. Yo conozco otro caso, pero que no le salió tan bien. Un trabajo sobre Lorca que él quiso sustituir por un trabajo sobre “Orca. La ballena asesina”. En un colegio de jesuitas, eso no podía colar de ninguna manera.
Lluís. Un chico muy listo. He perdido su rastro.
Albert. También he perdido su rastro. Le daban miedo o asco, no lo recuerdo bien, los caracoles. Pobre. Cómo sufrió con todos nosotros.
Joan. Director General de uno de los grandes bancos del país.
Josep. Farmacéutico. Historiador. Político. Escritor. Un alto cargo en Sanidad. Director general de una muy importante mutualidad médica.
Rafel. Abogado. Constructor de éxito. Humor inimitable, totalmente cáustico, pH 14. Decía que uno debería casarse con su vecina, y si pudiera ser la de la puerta de al lado, mejor. Creo que lo decía porque una de sus vecinas, pero no exactamente la de la puerta de al lado, y luego su esposa, era entonces y sigue siendo una persona excepcional.
Pere. Mi primo. Ingeniero industrial. Creó su propia empresa.
Todavía me cuesta imaginar a toda esta pandilla, que volvíamos sucios a casa, que corríamos delante del viejo camión rojo Renault de los bomberos cuando los domingos de verano por la tarde-noche regaba la plaza antes de las sardanas (¡Bertran, Bertran! ¡Mójanos, mójanos!). También me cuesta imaginar cuando jugábamos al caballito fuerte (todos querían estar en mi equipo porque yo era el último en saltar, el más pesado y el que solía derribar el caballo). ¿Quién iba a pensar entonces que acabaríamos siendo profesionales serios, respetados y responsables?
He hablado antes de un personaje muy ligado al barrio. El señor Mercader. Farmacéutico. Me gustaba oler sus preparaciones magistrales y ver con qué cuidado pesaba las gotas y los papeles de cada componente. Cuñado de Vittorio de Sica. Era el proveedor de las materias primas para mis experimentos de química. Antes de vendérmelas, tenía que explicarle por qué las quería. Si él veía algún peligro, no me las proporcionaba. En una ocasión, quizás ya un poco cansado de tanto control, le dije que quería darle una sorpresa a un amigo. Me dijo literalmente: “Para dar una sorpresa a un amigo, te pones detrás de él, le tocas el hombro y, cuando se gire, le das un clatellot (un golpe en la nuca).” Siempre me han hecho gracia estas palabras, sobre todo cuando, de mayor, supe por medio de un programa de televisión que fue un pariente suyo quien se encargó de Troski en México. Creo que debió hacerlo más o menos como me había dicho a mí lo de la broma, pero con un piolet en lugar del clatellot.
La esposa del Sr. Mercader venía a las sesiones de teatro de marionetas que hacíamos en el patio de casa de mi primo y yo. Nos pagaba la entrada y nos daba una buena propina que normalmente invertíamos en comprar una marioneta nueva.
A todo esto añado para terminar que la pólvora que yo preparaba era la mejor que se hacía en todo el barrio. Que nadie se asuste. No había mala intención. Solo se valoraba quién conseguía encenderla más rápido y si quemaba bien.
Amadeu Bajona
Mayo 2022
Prom 68. IQS